10.5.22

La vida cristiana práctica (1º entrada de 2)

El contexto en el que nacemos

La mayoría de nosotros pasamos por esta vida simplemente corriendo tras cada cosa que nos toca hacer. La filosofía de nuestro mundo apela al “aquí y ahora”, a “disfrutar el momento”, a “vivir la vida, porque sólo se vive una vez” (y en eso tienen razón porque He. 9:27 nos dice que “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio”, sólo que se “olvidan” de la parte del juicio posterior a esta vida y, paradójicamente, en lugar de usarlo como una advertencia para vivir una vida santa de la que no nos avergoncemos cuando estemos delante de Dios, lo usan como excusa para pecar). Abunda el entretenimiento, la superficialidad y la búsqueda de resultados exprés. El mundo vive buscando algo más que lo distraiga de sus problemas, en última instancia, eternos. Un cantante popular, el Pity Álvarez, concluyó en una de sus canciones: “Vengo apostando todo lo que tengo a un caballo que nunca gana; voy a tener dejar este juego o cambiar de caballo mañana”. Pero, lamentablemente, aunque ve bastante claro el problema, no está dispuesto a poner esfuerzo en buscarle la solución, porque también dice: “No tengo ganas de seguir, pero tampoco tengo ganas de parar; tendría que pensar qué me esta pasando, pero es que estoy cansado de pensar”. 

Esto es lo que mamamos desde siempre. Esta forma de pensar, aunque podamos rechazarla en la teoría, conforma el aire que respiramos desde que nacimos. Lo escuchamos a diario. Lo vimos modelado en nuestros padres. Es el pensamiento que heredamos de ellos; tan contrario al cristianismo, que Pedro nos recuerda que tuvimos que ser “rescatados de [nuestra] vana manera de vivir, la cual [recibimos] de [nuestros] padres” con nada más y nada menos que la sangre de Cristo. Nuestra manera de vivir sin Cristo era vana, inútil, sin sentido, sin un plan, sin un propósito.

No solemos ocuparnos de todos los asuntos que pasan por nuestra mente; no podríamos ni en 100 años. El tiempo es corto y lo sabemos. Por eso nos ocupamos sólo de lo que es más urgente a nuestros propios ojos, lo que creemos que no podemos dejar para otro día, lo que “necesitamos” hacer. Por eso nos quedamos con miles de “uno de estos días paso” o “¿para cuándo esos mates?” en la boca y nada más… Es mucho lo que nos gustaría hacer (en un universo paralelo), pero, por lo general, lo que en verdad hacemos no es tanto; es sólo aquello que en verdad queremos hacer, para lo que planeamos, lo que buscamos hacer. Buscamos lo que es importante para nosotros. Lo que hacemos evidencia nuestras prioridades, nuestros deseos más profundos. Entonces viene Jesús y nos dice cosas incómodas como: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama” (Jn. 14:21). “Ese”. “No otro”. O: “todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (Mt. 12:50). “Guardar”, “hacer”; cosas que no son naturales para este mundo de “vive el hoy”, cosas que no podríamos llevar a cabo a menos que seamos “intencionales” o “diligentes”. No hay otro cristianismo.

El mandato del cristiano a ser diligente en su vida práctica

¿Es importante la teología? Importante, no; ¡sumamente importante! Lo que creemos, nos guste o no, moldea la forma en que vemos a Dios, y eso moldea la forma en que vivimos. Pablo nos dice en Ro. 10:17 que “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios”. No podemos creer si no nos exponemos fielmente a la Palabra de Dios. Y también nos dice en 2 Co. 3:18 que al contemplar a Dios vamos creciendo en la semejanza de Cristo: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”. Y por supuesto que es una necesidad básica, antes de que podamos ser intencionales en servir a Dios y hacer su voluntad, que primero creamos en él (“Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” – He. 11:6). Pero no existe para Dios una categoría de “cristiano” que no busque activamente agradarle, conocer cuál es su voluntad y hacerla (ver Ro. 2:1-2: “Os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”), al menos no uno que viva por mucho tiempo en ese estado. 

Dios no es como nosotros. Nosotros nacemos en un mundo sin rumbo, inútiles; nos movemos en la filosofía que nos implanta este mundo, entreteniéndonos, hasta que conocemos a Dios. Él nos salva de ese sinsentido y nos da un propósito. Dios es un Dios de propósito, y cuando nos salva no dice: “Bueno, quedate ahí a un costadito; ya voy a ver qué trabajo encuentro para vos”. ¡No! ¡Él nos salva porque ya tiene un propósito para nosotros! “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10). El evangelio es la historia de cómo Dios, un Dios de orden y de planificación, trajo salvación a un mundo perdido, habiéndola planeado desde antes de la fundación del mundo, llevándolo a cabo al pie de la letra, “en el cumplimiento del tiempo” (Gál. 4:4), calculando el precio (la sangre de su Hijo precioso), y encargándose de que nada quede sin cumplir. Tanto así que aun lo que queda por hacer a futuro (la glorificación) ya está hecho en sus planes (Ro. 8:28-32). Y, aunque no compartíamos su naturaleza, sino la de este mundo caído, cuando Dios nos adopta como hijos, él nos da su naturaleza. Nos da un propósito. ¿Cuál es este propósito? ¡Que le glorifiquemos! (Ef. 1:3-14). Si a veces como cristianos no estamos haciendo nada, o no sabemos qué hacer, no es porque Dios no tenga trabajo para nosotros, sino ¡porque no hemos leído lo suficiente nuestras Biblias! Dios nos manda una y otra vez a ser diligentes en nuestra vida cristiana y a hacer buen uso de nuestro tiempo: 

Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos” (Ef. 5:15-16)

Andad sabiamente para con los de afuera, redimiendo el tiempo” (Col. 4:5)

Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría” (Sal. 90:12)

Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento” (Ecl. 12:1)

La importancia y la urgencia de la diligencia en la vida cristiana

Como decíamos, en la vida no todo se puede. Hay cosas de las que podríamos prescindir. Hay riesgos que podemos tomar. Existen cosas más pesadas que otras, y las cosas caen por su propio peso. Pero un cristiano que no vive para la gloria de Dios es en sí mismo una contradicción. Si hay algo en lo que no querríamos fallar en la vida es esto. Puedo hacer una receta a ojo (en el peor de los casos sólo terminaría tirando una torta), pero no me atrevería a hacer una casa a ojo. No. ¡No quisiera perder todos esos recursos ni quedarme, por un mal cálculo, sin la casa! Planearía. Tomaría medidas hasta milimétricas (no quisiera tener una bañera más grande que el baño, ni la canilla fuera de la bacha). Contrataría gente que sepa. Me tomaría mi tiempo. Haría cuentas. Cristo también nos mandó a “hacer cuentas” antes de seguirle, para ver si estaríamos dispuestos a pagar el precio:

 “Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz. Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.” (Lucas 14:28-33) 

Si fuéramos carpinteros a quienes su jefe les dejó una tarea que hacer, con un esquema dibujado, medidas exactas, color, detalles, todo… Nos aseguraríamos de cumplir a la perfección nuestra tarea. No seremos carpinteros, pero nuestro Señor nos dejó en su Palabra con claridad lo que espera de nosotros. ¿No es acaso la tarea más importante de nuestras vidas? ¿No son, acaso, nuestras vidas de amistad, matrimonio, paternidad, familiaridad, hermandad, y nuestra relación con el mundo, al fin y al cabo, meras piezas del rompecabezas final que es, en última instancia, nuestras vidas delante de Dios, nuestro cristianismo como tal? ¿No es Dios tan real que cambia vidas, restaura relaciones, arranca vicios, le da fuerza al débil y sabiduría a los necios? ¿Es el poder de Dios limitado, como para sólo obrar en lo grande, pero no en lo pequeño? Si Él viste los lirios del campo, y nuestras vidas están en sus manos, ¿no se interesa Él en nuestras debilidades y flaquezas diarias? ¿No es esa la misión del Consolador, el Espíritu Santo que envió para darnos de lo suyo y hacérnoslo saber? ¡Que el Señor nos ayude a confiar en su ayuda y a vivir una vida digna de Su evangelio!

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