10.5.22

La vida cristiana práctica (2º entrada de 2)

En el posteo anterior hice algunos comentarios acerca de nuestro mandato como creyentes a ser diligentes en nuestra vida práctica. Me gustaría ahondar un poquito más; ya que es un tema muy extenso en la Biblia y con mucha riqueza, de seguro no voy a poder terminar de excavar esta inmensa mina de oro, pero espero poder llegar a ver un poco más.  

En Mateo 25:14-30, en la parábola de los talentos, Jesús nos enseñó nuevamente la importancia de velar por cumplir con su voluntad en lo que Él nos encargó. Él dijo:

“Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y luego se fue lejos. Y el que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Pero llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo. Respondiendo su señor, le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”. 

En el contexto de esa época, un “talento” no se refería, como entendemos nosotros ahora, a una habilidad o un don; sino que era una moneda de intercambio muy valiosa (se estima que un talento equivaldría al trabajo de 20 años de un jornalero). D.A. Carson comenta sobre esta parábola: 

“«En seguida» [luego, en nuestra versión] (v. 16) se refiere a la prontitud del siervo para poner a trabajar el dinero, no a la partida del dueño (…). El punto es que el buen siervo se sintió responsable y fue a trabajar sin demora. «Negoció con ellas» (de la versión NVI) no significa que el siervo invirtió el dinero en alguna agencia de préstamos. Más bien ideó algún negocio y trabajó con el capital para hacerlo crecer. Pero otro siervo, que no deseaba trabajar ni tomar riesgos, simplemente escondió el dinero en la tierra (v. 18).

El primer siervo, que duplicó los cinco talentos (v. 20), recibe elogios, en especial por su fidelidad, y obtiene dos cosas (vv. 21, 23): mayor responsabilidad y una parte en el jara («felicidad», como en Juan 15:11) de su amo (…).

El segundo siervo ha sido fiel con lo que se le ha dado (v. 22) y escucha las mismas palabras que su compañero siervo más apto (v.23). Quizá lo «mucho más» asignado a ambos hombres no es exactamente lo mismo. El propósito no es igualitarismo, sea aquí (cf. 13:23) o en el reino consumado, sino mayor responsabilidad y participación en la felicidad del amo según los límites de capacidad de cada siervo fiel.

El tercer siervo acusa a su señor de ser un hombre «duro» (skleros, v. 24). La palabra, también en griego, puede significar varias cosas (…). El siervo está diciendo que el amo está oprimiendo, explotando el trabajo de otros («que cosecha donde no ha sembrado»), y que pone al siervo en una posición injusta. Si se arriesgaba por incrementar el talento a él encomendado, vería poco de su beneficio. Si fallaba y lo perdía todo, incurriría en la ira del amo. Además, quizá está ofendido por haber recibido mucho menos que los otros dos compañeros (...); por tanto, en un acto más bien rencoroso, devuelve a su señor lo que le pertenece, ni más ni menos (v. 25).

Lo que este siervo pasa por alto es su responsabilidad hacia su señor, y su obligación de cumplir las tareas a él asignadas. Su error denuncia su falta de amor hacia su señor, lo que esconde culpando a su amo y excusándose. Sólo el siervo malo culpa a su señor. «Las vírgenes insensatas [de la parábola de las 10 vírgenes, en 25:1-13] fallaron al pensar que su parte era demasiado fácil; el siervo malo falla al pensar que la suya es demasiado difícil» (Alf). La gracia nunca perdona la irresponsabilidad; aun aquellos a quienes se les ha dado poco están obligados a usar y desarrollar lo que tienen (...).

El siervo malo es «inútil» (ajreiros, utilizado sólo aquí [v. 30] y en Lc. 17:10), porque no hacer el bien y no utilizar lo que Dios nos ha encomendado es grave pecado, que se muestra no solamente en la pérdida de los recursos desatendidos sino en rechazo por parte del maestro, destierro de su presencia, y llanto y rechinar de dientes.

La parábola insiste en que la vigilancia que debe distinguir a todos los discípulos de Jesús no conduce a la pasividad sino a cumplir con el deber, a crecer, a cuidar y a desarrollar los recursos que Dios nos encomienda, hasta que «después de mucho tiempo» (v. 19) el amo regrese y arregle cuentas. La parábola se aplica ampliamente y no se puede restringir a líderes cristianos o judíos que no reconocen a su Mesías.”

Como dice Carson, su aplicación es amplia; tan amplia, que habla de siervos “buenos” y “malos”, de un juicio final y de gozo en la presencia del amo o condenación. ¿Significa esto que ganamos nuestra salvación con lo que hacemos, o que, aun teniendo nuestra salvación, podemos de alguna manera perderla finalmente? ¿Es esto contrario a todo el mensaje del evangelio, que es por gracia, sobre los méritos de Cristo? No, de ninguna manera. Somos salvos pura y exclusivamente por Cristo, por su sacrificio en nuestro favor que pagó el precio que no podíamos pagar ni con nuestras mejores obras de justicia (ya que eran como “trapos de inmundicia”, manchados por nuestra maldad – Is. 64:6), que nos reconcilió con el Padre, de quien nuestros pecados nos habían separado (Is. 59:2, 2 Co. 5:19, Ro. 3:23-26). Como dice Paul washer: “Nosotros no aportamos nada en nuestra salvación, excepto por el pecado que la hace necesaria”. Dios nos salva, no por nuestras buenas obras, sino por la obra completa de Cristo. Pero… decir eso es sólo una parte; recordemos que Efesios 2:10 (entre muchos otros versículos) dice que fuimos salvados para buenas obras. Matthew Henry dijo: “Aquellos que obtienen la misericordia para ser justos, obtendrán testimonio de que son justos”. Puede ser muy peligroso pensar que somos salvados por buenas obras, pero eso no significa que la Biblia no enseñe que somos salvados para buenas obras. Ese es el fin de la salvación: buenas obras que glorifiquen a Dios, para que otros lo vean y también le conozcan. “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:16). No somos salvos por nuestras buenas obras, pero nuestras buenas obras son la evidencia de que somos salvos. Si no andamos en buenas obras, si no estamos trabajando en nuestro entendimiento, en nuestro amor hacia Dios, hacia nuestros hermanos, aun hacia el mundo, para llevarlos a Cristo; si no estamos trabajando en nuestro carácter para que refleje el de Cristo… algo anda mal.

Pero todo esto sería un peso enorme para nosotros si no tuviéramos el evangelio y la promesa de poder del Espíritu Santo a nuestro favor. Podemos estar viéndolo como el siervo malo: “Es demasiado difícil”, o “Dios es demasiado duro al pedir este fruto”. O aun, podemos querer, pero estar algo perdidos: “¡No sé por dónde empezar!”. Bueno, bien. Es un paso a la vez. Un día a la vez. Pero con la certeza, la bendita certeza, de que en Cristo tenemos todo lo que necesitamos: si estamos en Él, ¡todo es nuestro, y nosotros de Cristo, y Cristo de Dios! (1 Co. 3:23). “Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia…” (2 Pe. 1:3-4). 

Ser intencional incluye pensar (lo que el Pity, y toda la filosofía de este mundo caído, no quiere hacer). Se nos llama a afirmarnos en las promesas de Dios, y para eso necesitamos tenerlas en nuestra mente y conocer nuestros propios baches. Los puritanos sabían (y escribieron) mucho de esto: la vida cristiana requiere el ejercicio continuo del pensamiento y de la acción. Y, ¿hasta cuándo es esto? Hasta que el Señor, el dueño de los talentos, vuelva. Hasta que Cristo nos venga a buscar, o hasta que vayamos a él. El salmista lo decía de otra manera; él decía que no iba a estar satisfecho (consigo mismo) hasta que “despierte a su semejanza” (Sal. 17:15). El cristiano debe convertirse, en cierto sentido o hasta cierto punto, en su propio médico. Médico de cabecera, conociendo bien su propio historial para poder dar un buen diagnóstico (Sal. 42:5,11; Sal. 43:5; Sal.19:12),  y hasta cirujano, de ser necesario (Mt. 5:29-30). Los salmistas son un buen ejemplo de este examen del corazón y de esta búsqueda de crecimiento personal. Para esto podemos hacernos preguntas como: ¿Es este pensamiento recurrente una verdad bíblica o estoy dejando que se arraigue en mí una mentira? ¿Es este pensamiento fiel al carácter de Dios? (¿O estaré pensando que Él es injusto, como lo hacía el siervo malo? ¿o tal vez que a Dios no le interesa tanto una pequeña desobediencia, o hasta que me está negando algo bueno, como le insinuó la serpiente a Eva?). ¿Está bien esta reacción? ¿Qué puedo hacer para cambiar esta situación? Y si no puedo cambiarla, ¿cómo puedo crecer yo en medio de esta aflicción? ¿Cómo puedo ayudar a mi prójimo en este momento que está pasando? ¿Por qué hago lo que hago? Muchas veces podemos excusarnos diciendo: “¡Es que yo soy así!”, pero ese “así” como soy, ¿es el “así” que Dios quiere, o el “así” que Él nos manda a crucificar? Tal vez descubramos, para sorpresa nuestra, que pensamos como pensamos o hacemos lo que hacemos por mera costumbre, como la mujer que cortaba el pescado al ponerlo en el sartén y cuando le preguntaron por qué lo hacía respondió que no sabía por qué, que simplemente su mamá lo hacía así. Y al preguntarle a su mamá por qué lo hacía, respondió lo mismo: su mamá lo hacía así. Y al preguntarle a la abuela de la primer mujer (madre de la segunda), ella respondió: “Es que mi sartén era chica, y si no lo cortaba no me entraba”. Tal vez estamos replicando costumbres sin saber por qué. Pero en la vida cristiana, nos perdemos de mucho más que un pedazo de pescado. Sólo hay dos opciones: o hacemos lo que hacemos porque es lo que a Dios le agrada, o lo hacemos porque es lo que aprendimos de este mundo caído. Pero debemos recordarnos que no podemos confiar en la “bondad” del mundo que mató a nuestro Salvador.

Y otra vez: la buena noticia es que en Cristo tenemos todo para vivir la vida cristiana. Y uno de los medios que Dios nos dio es la vida de la iglesia. Él lo dispuso así. No se espera que pasemos por la vida cristiana solos, ni que hagamos nuestro diagnósticos y tratamientos totalmente solos; después de todo, todos tenemos puntos ciegos en los que nuestros hermanos nos pueden ayudar. Dios dispuso que nuestro crecimiento sea por medio de su cuerpo (Col. 2:19, Ef. 2:20-22, Ef. 3:17-19). Nos necesitamos mutuamente (Pr. 27:17, Ecl. 4:9:12).

También es bueno saber que no siempre una vida intencional o diligente luce como una agenda cargada, con actividades todos los días; a veces puede verse como una mamá recostada con su bebé, cantándole para que se duerma por tercera vez en la noche, o un papá esforzado que intenta prestar atención a su hijo cuando le habla, a pesar del cansancio. Por supuesto que es más que eso, pero no menos. Si estamos donde Dios quiere que estemos, ningún servicio es “menor”. Dios no se olvida de nuestro esfuerzo, ni lo tiene en poco (ver Mr. 9:41, Mt. 6:6 y Gál. 6:9). Y si sabemos que estamos donde Dios nos puso, si sabemos que esta es nuestra obra, hagámosla de todo corazón, sabiendo que estamos delante del Señor (Ver 1 Co. 10:31, 16:14; Col. 3:23-24; 1 Tes. 5:16-18). Y, hagámoslo a consciencia: ¿Para quién lo hago? ¿Por qué lo hago? ¿Cómo lo hago? ¿Cómo podría hacerlo mejor? ¿Dirían los que me vean que Dios se ve hermoso (glorioso) a través de mí en esto? ¿Creo de verdad que Dios me puso acá para formar mi carácter, para servir a mi prójimo, para conocer más de Él, o creo que es una vuelta del azar el hecho de que se me esté quemando la comida, mientras uno de mis hijos quiere ir al baño y el otro llora sin motivo? La vida cristiana es una vida sumamente “práctica”; porque de eso se trata la “vida”.

La vida cristiana práctica (1º entrada de 2)

El contexto en el que nacemos

La mayoría de nosotros pasamos por esta vida simplemente corriendo tras cada cosa que nos toca hacer. La filosofía de nuestro mundo apela al “aquí y ahora”, a “disfrutar el momento”, a “vivir la vida, porque sólo se vive una vez” (y en eso tienen razón porque He. 9:27 nos dice que “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio”, sólo que se “olvidan” de la parte del juicio posterior a esta vida y, paradójicamente, en lugar de usarlo como una advertencia para vivir una vida santa de la que no nos avergoncemos cuando estemos delante de Dios, lo usan como excusa para pecar). Abunda el entretenimiento, la superficialidad y la búsqueda de resultados exprés. El mundo vive buscando algo más que lo distraiga de sus problemas, en última instancia, eternos. Un cantante popular, el Pity Álvarez, concluyó en una de sus canciones: “Vengo apostando todo lo que tengo a un caballo que nunca gana; voy a tener dejar este juego o cambiar de caballo mañana”. Pero, lamentablemente, aunque ve bastante claro el problema, no está dispuesto a poner esfuerzo en buscarle la solución, porque también dice: “No tengo ganas de seguir, pero tampoco tengo ganas de parar; tendría que pensar qué me esta pasando, pero es que estoy cansado de pensar”. 

Esto es lo que mamamos desde siempre. Esta forma de pensar, aunque podamos rechazarla en la teoría, conforma el aire que respiramos desde que nacimos. Lo escuchamos a diario. Lo vimos modelado en nuestros padres. Es el pensamiento que heredamos de ellos; tan contrario al cristianismo, que Pedro nos recuerda que tuvimos que ser “rescatados de [nuestra] vana manera de vivir, la cual [recibimos] de [nuestros] padres” con nada más y nada menos que la sangre de Cristo. Nuestra manera de vivir sin Cristo era vana, inútil, sin sentido, sin un plan, sin un propósito.

No solemos ocuparnos de todos los asuntos que pasan por nuestra mente; no podríamos ni en 100 años. El tiempo es corto y lo sabemos. Por eso nos ocupamos sólo de lo que es más urgente a nuestros propios ojos, lo que creemos que no podemos dejar para otro día, lo que “necesitamos” hacer. Por eso nos quedamos con miles de “uno de estos días paso” o “¿para cuándo esos mates?” en la boca y nada más… Es mucho lo que nos gustaría hacer (en un universo paralelo), pero, por lo general, lo que en verdad hacemos no es tanto; es sólo aquello que en verdad queremos hacer, para lo que planeamos, lo que buscamos hacer. Buscamos lo que es importante para nosotros. Lo que hacemos evidencia nuestras prioridades, nuestros deseos más profundos. Entonces viene Jesús y nos dice cosas incómodas como: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama” (Jn. 14:21). “Ese”. “No otro”. O: “todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (Mt. 12:50). “Guardar”, “hacer”; cosas que no son naturales para este mundo de “vive el hoy”, cosas que no podríamos llevar a cabo a menos que seamos “intencionales” o “diligentes”. No hay otro cristianismo.

El mandato del cristiano a ser diligente en su vida práctica

¿Es importante la teología? Importante, no; ¡sumamente importante! Lo que creemos, nos guste o no, moldea la forma en que vemos a Dios, y eso moldea la forma en que vivimos. Pablo nos dice en Ro. 10:17 que “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios”. No podemos creer si no nos exponemos fielmente a la Palabra de Dios. Y también nos dice en 2 Co. 3:18 que al contemplar a Dios vamos creciendo en la semejanza de Cristo: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”. Y por supuesto que es una necesidad básica, antes de que podamos ser intencionales en servir a Dios y hacer su voluntad, que primero creamos en él (“Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” – He. 11:6). Pero no existe para Dios una categoría de “cristiano” que no busque activamente agradarle, conocer cuál es su voluntad y hacerla (ver Ro. 2:1-2: “Os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”), al menos no uno que viva por mucho tiempo en ese estado. 

Dios no es como nosotros. Nosotros nacemos en un mundo sin rumbo, inútiles; nos movemos en la filosofía que nos implanta este mundo, entreteniéndonos, hasta que conocemos a Dios. Él nos salva de ese sinsentido y nos da un propósito. Dios es un Dios de propósito, y cuando nos salva no dice: “Bueno, quedate ahí a un costadito; ya voy a ver qué trabajo encuentro para vos”. ¡No! ¡Él nos salva porque ya tiene un propósito para nosotros! “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10). El evangelio es la historia de cómo Dios, un Dios de orden y de planificación, trajo salvación a un mundo perdido, habiéndola planeado desde antes de la fundación del mundo, llevándolo a cabo al pie de la letra, “en el cumplimiento del tiempo” (Gál. 4:4), calculando el precio (la sangre de su Hijo precioso), y encargándose de que nada quede sin cumplir. Tanto así que aun lo que queda por hacer a futuro (la glorificación) ya está hecho en sus planes (Ro. 8:28-32). Y, aunque no compartíamos su naturaleza, sino la de este mundo caído, cuando Dios nos adopta como hijos, él nos da su naturaleza. Nos da un propósito. ¿Cuál es este propósito? ¡Que le glorifiquemos! (Ef. 1:3-14). Si a veces como cristianos no estamos haciendo nada, o no sabemos qué hacer, no es porque Dios no tenga trabajo para nosotros, sino ¡porque no hemos leído lo suficiente nuestras Biblias! Dios nos manda una y otra vez a ser diligentes en nuestra vida cristiana y a hacer buen uso de nuestro tiempo: 

Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos” (Ef. 5:15-16)

Andad sabiamente para con los de afuera, redimiendo el tiempo” (Col. 4:5)

Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría” (Sal. 90:12)

Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento” (Ecl. 12:1)

La importancia y la urgencia de la diligencia en la vida cristiana

Como decíamos, en la vida no todo se puede. Hay cosas de las que podríamos prescindir. Hay riesgos que podemos tomar. Existen cosas más pesadas que otras, y las cosas caen por su propio peso. Pero un cristiano que no vive para la gloria de Dios es en sí mismo una contradicción. Si hay algo en lo que no querríamos fallar en la vida es esto. Puedo hacer una receta a ojo (en el peor de los casos sólo terminaría tirando una torta), pero no me atrevería a hacer una casa a ojo. No. ¡No quisiera perder todos esos recursos ni quedarme, por un mal cálculo, sin la casa! Planearía. Tomaría medidas hasta milimétricas (no quisiera tener una bañera más grande que el baño, ni la canilla fuera de la bacha). Contrataría gente que sepa. Me tomaría mi tiempo. Haría cuentas. Cristo también nos mandó a “hacer cuentas” antes de seguirle, para ver si estaríamos dispuestos a pagar el precio:

 “Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz. Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.” (Lucas 14:28-33) 

Si fuéramos carpinteros a quienes su jefe les dejó una tarea que hacer, con un esquema dibujado, medidas exactas, color, detalles, todo… Nos aseguraríamos de cumplir a la perfección nuestra tarea. No seremos carpinteros, pero nuestro Señor nos dejó en su Palabra con claridad lo que espera de nosotros. ¿No es acaso la tarea más importante de nuestras vidas? ¿No son, acaso, nuestras vidas de amistad, matrimonio, paternidad, familiaridad, hermandad, y nuestra relación con el mundo, al fin y al cabo, meras piezas del rompecabezas final que es, en última instancia, nuestras vidas delante de Dios, nuestro cristianismo como tal? ¿No es Dios tan real que cambia vidas, restaura relaciones, arranca vicios, le da fuerza al débil y sabiduría a los necios? ¿Es el poder de Dios limitado, como para sólo obrar en lo grande, pero no en lo pequeño? Si Él viste los lirios del campo, y nuestras vidas están en sus manos, ¿no se interesa Él en nuestras debilidades y flaquezas diarias? ¿No es esa la misión del Consolador, el Espíritu Santo que envió para darnos de lo suyo y hacérnoslo saber? ¡Que el Señor nos ayude a confiar en su ayuda y a vivir una vida digna de Su evangelio!